La historia gastronómica de un país se va forjando con la influencia de las distintas culturas que van pasando por su geografía y el paso de tiempo. En este caso la comida marroquí resulta de una fusión entre la cultura Amazigh ( bere - bere ), árabe y mediterránea. Posee un carácter familiar y una elaboración muy casera.
Marruecos, el Occidente de Oriente, frontera con Europa, se ha convertido por méritos propios en el destino más fascinante del Magreb. Salvaje, orgulloso e introvertido, pero a la vez abierto y hospitalario; profundamente tradicional y religioso sin renunciar a la modernidad; con una división geográfica y étnica que ha permitido la conservación de costumbres locales, pese a las diferentes colonizaciones sufridas; ciudades imperiales y cosmopolitas que contrastan con pueblos anclados en el tiempo; identidad políglota que despierta fascinación y revela manifiestas singularidades; donde la costa da la mano a la montaña, el frío al calor, el desierto al verde más intenso y la sequedad a la fecundidad.
Dotada de grandes riquezas naturales, su territorio siempre fue deseo de otras civilizaciones a lo largo de su historia, y así fenicios, cartagineses, romanos y árabes arribaron a él por mar y tierra, dejando su impronta que se ha mantenido a lo largo del tiempo. Ya sea en el Mediterráneo, el Atlántico, en las montañas, en la meseta del interior del país o en el Sahara, cada pueblo, ciudad y región tiene una singularidad que la caracteriza, una historia, cultura, tradiciones, costumbres y gastronomía diferentes que enriquecen este maravilloso país emergente.
La cocina marroquí empezó a gestarse en el siglo XIV, en los palacios de las dinastías Amazigh dominantes, las pródigas cocinas palaciegas constituyeron el medio a través del cual se introdujo nuevos ingredientes y recetas en las cocinas domésticas.
Las mujeres siempre fueron cocineras, e incluso en la actualidad, en los palacios de la actual monarca y en las cocina de los restaurantes, las mujeres realizan la mayor parte del trabajo en las cocinas, en la actualidad, la escuela de cocina Real, creada por el anterior rey Hassan II en el complejo del palacio de Rabat, continúa la tradición de modo que se erige como lugar de aprendizaje de los futuros chefs, así como de los cocineros domésticos.
El banquete marroquí, denominado diffa y gestado en los palacios, constituyen un ejemplo del talento de los cocineros marroquíes, en los que los miembros femeninos de las familias preparan los platos, bodas, nacimientos y festividades religiosas constituyen diferentes ocasiones de celebración, se ofrecen generosas diffas con ocasión del retorno del peregrinaje de los fieles, procedente de La Meca.
Los comensales se sientan en lujosas divanas con cojines de múltiples colores, y se dispone un importante número de platillos en mesas bajas redondas, antes de que se sirva la celebrada bisteeya, la famosa empanada de paloma se creó hace muchos años en las cocinas del palacio, y se considera una de las más importantes consecuciones culinarias de la cocina marroquí.
Le siguen los tajines de carne, pollo y pescado, incluidos uno o diversos tajines dulces a base de fruta y miel, como el tajín de pollo, limón y aceitunas, el de pollo, albaricoques y miel, el de cordero con huevos y almendras, el de cordero con dátiles, el de buey con manzanas y pasas y el de pescado entero relleno de dátiles con almendras y acabado con una costra de almendras.
Los platos se aromatizan con hierbas y especias, agua de rosa y de azahar perfuma algunos de ello, además por encima se esparcen semillas de sésamo y almendras tostadas, luego le sigue el cuscús, como mínimos dos tipos, uno de ellos con cordero, que se endulza con frutas y miel y finalmente se sirven fuentes de fruta sobre hielo y se concluye con té a la menta, que se sirve con una gran ceremonia.
Los platos pasaron de las cocinas de palacio a las más humildes a lo largo de los siglos, lo que hizo que la cocina marroquí adquiriera una reputación formidable.